Presumir de humildad es una contradicción patética. Por ello, las personas humildes simplemente lo son, y nunca alardean de ello.
La humildad, siempre que sea el resultado verdadero de una evaluación sincera de uno mismo, es una gran virtud y en absoluto conlleva una depreciación del ser. Al contrario, las personas de veras humildes saben reconocer sus fortalezas y destrezas, pero no atribuyen la existencia de éstas únicamente a sus propios logros o aciertos. Son conocedores de la herencia biológica y, sobre todo, afectiva y cultural con que han sido favorecidos.
Por el contrario, cuanto más lejos ha llegado una persona en el proceso de discriminar sus valías y reconocer sus imperfecciones, más certero será su juicio sobre el origen de estos y más justo en las atribuciones que es capaz de hacer en cuanto a sus causas.
La falsa humildad
La falsa humildad es, sin embargo, mala consejera. Sólo tiene de positivo, si acaso, el aspecto estético de mantener las formas en público y no resultar pedante, altanero o presumido; ¡que no es poco!
Pero la falsa humildad no es otra cosa que una cortina, un velo que impide ver la opinión real que de uno mismo se tiene y las atribuciones que uno hace de sus propias debilidades y fortalezas. Esta máscara sólo sirve para evitar parecer presuntuoso y así eludir críticas por ello. Responde, digamos, del miedo a ser criticado o rechazado.
En ocasiones, es una defensa que personas altamente sensibles al rechazo ponen en acción para no ser atacadas por cualquier envidioso o persona poca cuidadosa en sus críticas.
La falsa humildad sirve de poco a largo plazo y acaba por ser destapada por el observador atento.
¿Porqué es tan beneficiosa la verdadera humildad?
Y es que la humildad es precursora o al menos condición necesaria para el continuo aprendizaje. En cuanto nos embriaga la soberbia, dejamos de aprender. Tan pronto como nos creemos superiores, dejamos de mirar y escuchar.
Les cuento a continuación una anécdota de mi infancia:
Fue Don Felipe, maestro de Primaria, quien allá por el año 1992 me enseñó la diferencia entre oír y escuchar, y entre ver y mirar. Muchos hoy confunden estos términos: craso error. Yo tuve la fortuna de tener a D. Felipe de maestro durante aquellos años.
La clave está, como pueden anticipar, en la atención. Si se presta o no atención a lo que se ve u oye. La atención es, por tanto, requisito indispensable para que se dé el aprendizaje. Bien sabe el maestro que, si los alumnos no atienden, nada aprenderán por más que él/ella se esfuerce.
La humildad nos hace prestar atención
La humildad es un punto de partida, un caldo de cultivo, una posición vital. Siendo humildes, reconociendo nuestra imperfección, inexorablemente quedamos predispuestos a aprender y motivados para mejorar.
De modo que con la humildad suficiente pronto se comprende que existen oportunidades permanentes de aprendizaje durante toda la vida, todos los días del año. Con verdadera humildad, nos predisponemos a prestar atención a lo que nos rodea, sobre todo a la naturaleza (fuente inagotable de realidad) y cómo no, a nuestros congéneres, a todas las personas con las que interactuamos en el día. Qué bello es darse cuenta de que todos podemos aprender algo nuevo del que menos lo esperamos.
La humildad además otorga seguridad
Tener humildad permite no temerle al otro en cuanto a sus críticas, porque somos conocedores de que erraremos a lo largo de la vida, fallaremos a menudo y no deseamos la perfección. La mejora continua es un propósito encomiable. La perfección, un ideal fútil para los humanos, una soberbia de quien a ella aspira.
"La mejora continua es un propósito encomiable. La perfección, un ideal fútil para los humanos, una soberbia de quien a ella aspira"
Decíamos que ser humildes nos da garantía de cierta protección frente a las críticas y, si éstas son bien presentadas, nos facilita tomarlas como fuente de cambio, diálogo o inspiración.
La humildad de sabernos imperfectos nos facilita, por otro lado, agradecer al que nos ayuda. Ser agradecidos favorece que el que nos ayudó una vez nos vuelva otra vez a ayudar. Gozar de una red de ayuda o de personas dispuestas a ayudarnos es una inmensa fuente de seguridad y resiliencia.
Además de facilitarnos agradecer cuando nos ayudan, la humildad nos posibilita pedir perdón cuando nos equivocamos y perjudicamos a otros.
Créame, ser ágil en agradecer y en disculparse cuando procede otorga una tranquilidad moral que reconforta a la persona y la mantiene segura y libre de tormentos y remordimientos. No hay mejor sedante-hipnótico que una conciencia tranquila.
Por todo ello, siendo humildes no sólo quedamos abiertos al aprendizaje continuo, sino preparados para las críticas que nos han de llegar, más dispuestos a aceptar ayuda y a dar las gracias por ella y listos para disculparnos cuando por nuestros actos u omisiones otros sean agraviados sin nosotros querer.