Se sorprenderá quizá el lector por el título de este artículo. Sin embargo, el miedo a la felicidad, por paradójico que parezca, es de lo más común. ¿Cómo puede alguien temer algo tan normalmente deseado como la felicidad?, se preguntarán muchos. Pues voy ahora a describirles algunas de las principales razones, y confío en que fácilmente lo comprenderán.
Piense sencillamente que la felicidad es un estado concebido por la mayoría como ideal, inmejorable, insuperable, óptimo; y por tanto forzosamente destinado a empeorar. Este ineludible potencial de empeorar es para muchas personas algo difícil de gestionar, duro de sobrellevar, desagradable y fastidioso. Y una manera también muy común de evitar total o parcialmente esa desapacible anticipación de que sufriremos la pérdida de la inminente felicidad, es menguar esta última. La estrategia que se sigue consiste en limitar adrede la experiencia gozosa de lo que nos hace felices, para así restringir (al menos esa es la idea subyacente) la dolorosa sensación de pérdida de la dicha y el contento en que nos encontrábamos.
Me interesa en este punto mencionar que, si originalmente se llamó «mecanismos de defensa» a este tipo de argucias mentales que más o menos conscientes llevamos incorporados a nuestro acervo psicológico para nuestra adaptación al mundo, hoy en día esta conceptualización ha sido superada y se considera preferible denominarlos «mecanismos de supervivencia, no de defensa» (tomado de H: Bleichmar) ya que surgen como maneras de sobrevivir ante unas circunstancias y, una vez aprendidos, quedan ahí.
Podrá usted comprender que cuando alguien se protege de la mencionada pérdida del estado de felicidad, cuando ve difícil soportar la pérdida de dicho bienestar y esto le lleva a rehuir y soslayar la propia felicidad para evitar la segunda, se hallarán en su biografía hechos relevantes que justifiquen tal aprendida maniobra de adaptación.
Contémplese además la posibilidad de que esta estrategia emerja y permanezca durante un periodo concreto de la vida, pudiendo desaparecer afortunadamente un tiempo después. Voy a ponerles un ejemplo personal, un hecho vivido por mi hace ya algunos años. Atravesaba una de las etapas más tristes de mi vida debido a la enfermedad y finalmente fallecimiento de un ser querido, de una persona absolutamente clave en mi vida. Como es lo habitual, intenté llevarlo lo mejor que pude, ayudé todo lo que fui capaz y me resigné a aceptar lo que ya nadie podía cambiar. Unos meses tras su pérdida, tuve la oportunidad de conversar con un excelente psicólogo de la Asociación Española Contra el Cáncer y, sin que lo pudiera en absoluto anticipar, salió a relucir que venía ejerciendo yo este mecanismo de «supervivencia» ante el sufrimiento. Aunque ya sabía que venía llevando a cabo la evitación de la felicidad (para tolerar mejor aquella desdicha), ponerlo en palabras ante el psicólogo me predispuso a cuestionarlo y me permitió aceptar su sabio consejo de que no merecía la pena perderse lo bueno de la vida en aras de sufrir menos lo penoso que nos ha de ocurrir.
No merece la pena perderse lo bueno de la vida en aras de sufrir menos lo penoso que nos ha de ocurrir.
Desde entonces, he ido progresando cada vez más en flexibilizar mi capacidad de atravesar tanto los momentos buenos como los malos con plena conciencia y sin ejercicio alguno activo por menoscabar o limitar su intensidad.
Más llamativo le puede resultar el caso de una paciente que acudió a mi consulta por síntomas de angustia y tristeza que aparecían precisamente en los momentos de aparente felicidad y tranquilidad. Había logrado en la vida bastante éxito profesional y no se explicaba por qué de forma recurrente, casi como un castigo, se sentía muy incómoda una vez resolvía la vorágine del día a día y ya sólo tocaba disfrutar de un café, de un almuerzo o del tiempo libre en el fin de semana. Empezó a temer dichos momentos y a evitarlos con hiperactividad hasta que vino a consulta y se le pudo ayudar.
Infelicidad
Otras personas tienden de forma sistemática, como para protegerse de antemano, a ponerse en lo peor y también a aplacar cualquier expectativa optimista para refugiarse del desapacible disgusto que provoca haber creído esperanzado que el futuro nos depararía fortuna y llevarse un fiasco cuando no sucede así. La intensa amargura de una fuerte desilusión en algún momento clave de la vida puede llevar a esa persona a decirse a sí mismo: «¡a mí esto no me vuelve a pasar!» y emprender todo un plan para, evitando ilusionarse, no levantando nunca el vuelo, asegurarse de que uno no se va a estrellar.
En otro orden de cosas, son comunes los casos en que ante una desgracia evidente la persona vive culpa al poder, por diferente motivo, experimentar alegría o sentirse bien. De alguna forma, en esa persona se ha interiorizado el precepto moral que asume que el hecho trágico y desdichado debe condicionar globalmente su forma de sentir.
Existe una variedad más, que atañería inicialmente sólo a la expresión de la felicidad en tanto que simplemente se evita manifestarla, no se revela, para así evitar ser captado o sorprendido por los demás. Si uno crece en un entorno en el que sus cuidadores le castigan privándole de aquello que expresa que lo hace especialmente feliz, no es de extrañar que desarrolle a posteriori una inexpresividad en referencia a la felicidad, ya que la amenaza del castigo atinado queda asociada a toda expectativa de verse feliz. La felicidad propia queda fusionada con la amenaza de verse precisamente privado de aquello que la ha provocado.
"La felicidad propia queda fusionada con la amenaza de verse precisamente privado de aquello que la ha provocado"
La felicidad se completa cuando es compartida
Estas cortapisas a la felicidad tienen una importancia relativa, como es lógico, frente a muchos otros mecanismos de adaptación significativamente más limitantes o conflictivos. Pero no deja de ser, en los casos más pronunciados, un menoscabo para la capacidad potencial de disfrutar. No ya en lo que se refiere a esa persona de forma individual sino también para su entorno, que a veces ve como un rasgo fastidioso y frustrante que ésta no se alegre, no lo exprese o bien no tolere que los otros se ilusionen, expresen regocijo por algo que han conseguido o se entusiasmen ya triunfantes ante ciertas perspectivas bienaventuradas.
Baste decir que como regla general la estrategia no es muy eficaz, ya que menoscabar los momentos de alegría no evita lo penoso de las desgracias que nos han de ocurrir. No debe confundirse, por otro lado, la valiosa prudencia que tanto previene de predecibles decepciones en la vida con una postura rígida, como la arriba señalada, de inhibir toda expectativa y sistemáticamente anticipar lo peor.
La culpa que se describió también arriba corresponde más con la idea de martirio y carece de verdadera pertinencia moral ya que la pena o la tristeza que se siente por lo desdichado no se vuelve más verdadera o virtuosa porque esa persona no pueda sentirse bien por otra razón que así lo justifique.
Déjenme terminar recordándoles que, la felicidad y la alegría no se sienten del todo hasta que se expresan, y si me apura, hasta que se comparten. Son expansivas, necesitan exteriorizarse y muchas veces se contagian, por eso son tan agradecidas y un obsequio de quien las da.