Permítaseme que me pronuncie sobre el asunto del reconocimiento, el cual parece no va a librarse nunca de una mirada innecesaria e injustamente crítica.
El reconocimiento es un acto que se da en justicia, que se requiere, y si no se presenta, falta. No es, como en general se piensa, algo superfluo e innecesario. Evidentemente la personalidad de cada individuo responde diferente ante la presencia o ausencia de reconocimiento, pero lo que yo señalo aquí es que la propia palabra «reconocimiento» lleva implícito el hecho de que, algo que es conocido, sea re-conocido. El que espera ser reconocido sabe, con mayor o menor certeza, más o menos conscientemente, que ha hecho algo bien, o que posee un rasgo diferencial positivo, digno de ser señalado, valorado, mencionado, destacado, premiado…
Por eso, el que hace muestra de reconocimiento realiza ante todo un acto de darse cuenta, de hacer justicia, de transmitirle al primero que nos hemos percatado de la valía de su conducta o de lo que sea que estemos apreciando.
La necesidad de reconocimiento
Los actos de reconocimiento son constantes y naturales en las interacciones humanas. Desde los gestos expresivos que se realizan a un bebe cuando éste nos mira atento o la celebración que un padre exagera cuando su hijo pequeño comienza a dar patadas a un balón y una de las veces lo consigue meter en la imaginada portería; hasta los agradecimientos que educadamente se ofrecen al cocinero si nos gusta la comida o las alabanzas que nos dirigimos entre amigos o en la pareja cuando apreciamos que ese día la indumentaria o el maquillaje tienen algo de especial y se ha puesto especial atención a los detalles.
Todos estos ejemplos son muestras cotidianas, no por ello irrelevantes, de reconocimiento. Sin ellos, el hombre está perdido. Bien es cierto que el adulto cuya personalidad recibiera correctamente reconocimiento de sus valías y virtudes durante la infancia y adolescencia, puede fácilmente pasar sin reconocimiento de ciertas de sus acciones o cualidades ulteriormente en su vida, puesto que incorporó, desarrolló y ahora ya mantiene una estima propia que no es vulnerable ante pequeñas ausencias de reconocimiento por parte los nuevos otros, los actuales.
Kohut vs Freud
Esta visión que yo aporto aquí en este texto se hereda intelectualmente de los trabajos que Heinz Kohut realizó a mediados del pasado siglo y que no llegaron sin contratiempos. Kohut, que llegara a ser presidente de la Asociación Internacional de Psicoanálisis fue, por contra, expulsado de ciertos grupos de poder dentro del Psicoanálisis por su profundo cuestionamiento de ciertos preceptos de Freud, en particular en cuanto a la preponderancia y entidad propia que le confirió a este asunto del reconocimiento. Así que, ¡fíjese usted si no ha levantado ampollas el tema!
"El narcisismo es un sistema motivacional nuclear en la mente humana sana y normal, presente en todos y durante toda la vida"
Gracias a que Kohut estudió sistemáticamente lo que en términos psicoanalíticos se ha llamado narcisismo, hoy día sabemos que la necesidad de estimación y de reconocimiento es una función normal, fisiológica, que acontece durante toda la vida del sujeto y no solamente durante su infancia y no solamente en algunos sujetos susceptibles. El narcisismo, es un sistema motivacional nuclear en la mente humana sana y normal, presente en todos y durante toda la vida. Y lo que Kohut nos trajo fue la descripción detallada de este proceso psíquico fisiológico, y no solo las exacerbaciones patológicas, dañadas, perturbadas de algunos sujetos «narcisistas». Si Freud nos confundió con lo segundo, Kohut dedicó su vida y obra a lo primero. Freud desfiguró el asunto desde el mismo momento en que lo bautizó ̈narcisismo, ya que no puede haber ejemplo más extremo o patológico que el del joven y bello Narciso de la mitología griega.
Es hora de pasar página y de tratar el asunto en toda su complejidad.
Entonces, ¿no soy narcisista?
El Narcisismo que, como decimos, es clave en el funcionamiento del psiquismo, precisa ineludiblemente del otro para ayudarnos a irnos confiriendo una imagen de nosotros mismos durante todo el desarrollo infantil. En los otros vemos una suerte de modelos que podemos idealizar con la intención de imitar y, por otro lado, una serie incesante de reflejos de nosotros mismos en las reacciones y respuestas que los otros realizan (o no) ante nuestras conductas y nuestros rasgos físicos y del carácter.
Afortunado es aquel que adquiere, del reflejo que así le dan los otros significativos durante su infancia (los padres, familiares, maestros, amigos), una imagen realista y positiva de sí mismo. Ante todo, una valoración de la propia existencia por el mero hecho de ser quien uno es; una fuente interna de amor y estima hacia uno mismo. Y sobre esto, una idea más o menos definida de las cualidades concretas que uno posee (todos tenemos alguna!) y a la vez de los aspectos menos destacables o que se podrían mejorar (que, por supuesto, tampoco faltan). Cuanto más realista, consciente y estable sea la valoración que sobre nosotros mismos subyace en nosotros, más sano será nuestro «narcisismo», mejor nos preparará para lograr éxitos, afrontar retos, superar dificultades y aceptar nuestros errores y fracasos. Más estables seremos ante desdenes y desprecios que, justificadamente o no, nos dediquen quienes fueren y menos vulnerables ante la imagen que, siempre arbitraria, puedan darnos de nosotros los demás.
La superficialidad de las redes sociales
Pero es cierto que el lenguaje nos lleva a menudo a confundir conceptos, y en los tiempos que corren, al reconocimiento le ha surgido un poderoso competidor. La fama, la gloria, el deseo de notoriedad se han establecido en el mercadillo de los deseos humanos, en un ejercicio de intrusismo que deja al verdadero reconocimiento postergado a la irrelevancia y a una supuesta inutilidad.
Nada más lejos de la realidad, confundir la notoriedad pública, la fama, con la intimidad de sentirse apreciado y valorado por aquellos que nos conocen en la suficiente cercanía como para detectar los rasgos que de veras nos distinguen, es un error mayúsculo cuyas consecuencias para los individuos y la sociedad están todavía por dilucidar.
La fama deja al verdadero reconocimiento postergado a la irrelevancia y a una supuesta inutilidad.
El reconocimiento es, en contraste con la fama, algo esencialmente privado (aun cuando pueda realizarse ante un millar de personas en un auditorio o sea difundido en un medio de comunicación) y responde a una autenticidad en cuanto a nuestra identidad. Sin embargo, la fama conlleva el mero afán de ser notado públicamente, por cuantas más personas mejor, sin importar tanto los motivos que nos llevan a tener notoriedad sino el hecho de obtener celebridad. Bien analizada, la fama implica siempre una distorsión de nuestra imagen y de nuestra identidad. Se alimenta de presentar ante los otros una versión seleccionada de nosotros mismos, no una expresión genuina y espontánea de nuestra personalidad. Con las cada vez más superficiales e insustanciales variedades virtuales de ganarse «seguidores, suscriptores y likes», el hombre actual enfrenta una poderosa corriente social que amenaza con devorarlo y hacerlo preso de esta trivial manera de hacerse notar. Esta cada vez más extendida y forzada búsqueda de notoriedad emponzoña la autoimagen y la autoestima, desfigura las relaciones humanas y nos desvía de las verdaderas formas de contribuir y aportar a los demás y de su correspondiente y justa gratificación que nos ha de llegar cuando nuestro esfuerzo y nuestra valía son reconocidos por los demás.