Quisiera contarles en primera persona como fue mi experiencia en el mundo de la salud mental. Soy una mujer de mediana edad, madre de 3 hijos, profesional, con una carrera más o menos exitosa. Siempre tuve facilidad para estudiar, sacar las mejoras notas, becas, etc. En resumen, alguien a quien sus padres no prestan gran atención ya que, como solían decir “es una niña que va sola”. Sin embargo, lo cierto es que, aunque el mundo exterior parecía percibirme como una persona autosuficiente y con recursos para salir de los obstáculos, sí necesité de ayuda profesional en un momento crucial de mi desarrollo. Sin la ayuda de mi psicóloga y de los efectos positivos que la terapia hizo en mí, es probable que no hubiera conseguido los éxitos que posteriormente he alcanzado y, más importante aún, la capacidad de superar sin tanto sufrimiento los problemas habituales que la vida nos va poniendo a todos en el camino.
Todo comenzó a la edad de 25 años, cuando había completado la carrera con muy buenas notas, curso por año, y debía opositar y sacar la máxima puntuación posible para conseguir la plaza que deseaba. Me encontraba a las puertas de por fin poder salir de la casa familiar, vivir independiente, tener mis ingresos y poder disponer de ellos como mejor quisiera. Estaba deseando. Y es que los años universitarios habían sido bastante grises y vacíos en cuanto a experiencias vitales se refiere. Seguía viviendo con mis padres, en la misma casa de siempre. No había tenido la suerte de “disfrutar la vida universitaria” en un piso de estudiantes como mis hermanos.
La selectividad me dio acceso a entrar en casi cualquier facultad que quisiera de España, incluida la de al lado de casa. Siempre he sido muy responsable y con facilidad para postergar el placer en pos del deber por lo que haberle pedido a mis padres que me sustentaran económicamente en otra ciudad durante 5 años sólo para así tener la experiencia de vivir con amigos, no iba con mi personalidad. “Ya disfrutaré de libertad y autonomía cuando termine la carrera y consiga un buen trabajo”, pensaba yo.
Pero el salto a mi vida independiente no sería tan fácil como imaginaba. Había ya terminado la carrera y sólo me quedaban 6 meses para el examen de acceso a mi puesto deseado. Estaba todo bajo control, sacaba muy buenos resultados en los tests preparatorios. Estaba contenta. Justo en ese momento comencé a sentir las primeras molestias físicas. Recuerdo el primer síntoma: dolor de rodillas. Los primeros días pensaba “me he debido de hacer daño”. Pero la molestia no cesaba. Las rodillas me empezaron a doler más y más, tanto que no me permitía estar sentada estudiando. Fui al médico. Me mandó una resonancia. Nada. No había nada. Mis rodillas eran normales. Pero a mí me dolían y tampoco se me quitaba con analgésicos. Aquello me empezó a atormentar. Sentía que iba a perder el ritmo de estudio, no me podía concentrar ni permanecer sentada tanto como necesitaba. Incluso al caminar sentía dificultad. ¿Y los médicos no encontraban nada? “Seguro que es un tipo de artritis”, pensaba.
"Llegué a creerme que aquel dolor de rodillas podría ser algún tipo
de síntoma reflejo de algún cáncer oculto no diagnosticado"
Me es difícil describir con palabras cómo todo aquello cambió mi realidad. De estar feliz y entusiasmada de ver lo cerca que estaba por fin conseguir mi independencia, pasé a vivir el 100% del tiempo angustiada, asustada por mi vida, sin poder disfrutar de nada, sin poder dormir bien, sin poder concentrarme todo lo que necesitaba.
Siempre había sido bastante autosuficiente por lo que no estaba acostumbrada a contar mis problemas a nadie. Aún así pensé que la situación era de tal gravedad que debía decírselo a alguien. Hablé con mis padres y amigos cercanos de mi preocupación. Me escucharon, me trataron de convencer de que mis preocupaciones eran desmesuradas. Mis rodillas estaban bien y la resonancia y los médicos lo había corroborado. “Será que estás nerviosa por el examen”, me decían. “Y sí”, pensaba yo hacia mis adentros, “objetivamente no hay nada”, “¿Puede que esté exagerando el problema?, ¿Puede que todo este dolor sea psicológico?”. Difícil de creer. Yo nunca había sido hipocondríaca o cosas por el estilo. Comencé a dudar de mí, “¿Se me estará yendo la cabeza?”
Con la duda de que mis molestias no fueran más que un fenómeno psicológico, conseguí dejar de pensar tanto en el dolor. Me forzaba en pasar página y en volver a centrarme en mi examen. Recuerdo que le pedí a mis padres que me compraran una mesa para estudiar en otra habitación de casa más aislada para que así no tuviera ninguna interrupción. Fuimos a la tienda y nos trajimos una bonita y espaciosa mesa de color blanco. “Esto me ayudará a concentrarme”, pensé yo, y a estar más a mi aire. Era verano y entraba bastante luz natural por la ventana. De repente, comencé a notar unas manchas oscuras que se movían a la vez que mis ojos sobre el libro en el que estudiaba. “¡Qué demonios es esto!” pensé. Quité el libro y miré fijamente la superficie de la mesa blanca. Podía ver una especie de “moscas” o filamentos que, viendo cómo se movían, debían de estar dentro de mis globos oculares. “¡Qué molesto!” Las moscas se movían de un lado para otro de las páginas del libro captando mi atención. “¡Oh, no!”, pensé, “¿Qué me está pasando ahora?”, “¿Cómo me voy a poder concentrar con esto dentro de los ojos a partir de ahora?”.
"De estar feliz y entusiasmada de ver lo cerca que estaba por fin conseguir mi independencia, pasé a vivir el 100% del tiempo angustiada"
Tenía que librarme de esas manchas oculares. Era de vital importancia. Tenía que hacer que aquellas moscas volantes desaparecieran inmediatamente porque, si no, mi futuro “en libertad” corría peligro. Hable de nuevo con mi familia. Recuerdo la respuesta de mi padre: “yo también tengo eso y a mí no me molesta”. “¿Cómo?”, pensé, “¿Cómo se puede vivir con algo así sin que te moleste?”, “¡Es agobiante tener algo que se mueve en el campo de visión constantemente!”. Fui al oftalmólogo. Recuerdo cómo el médico me examinó con varios aparatos y, después de 10-15 minutos, me sentó en una silla, me puso delante un globo ocular de plástico que tenía encima de su mesa, y me empezó a dar una charla sobre la anatomía ocular y de donde provenían mis moscas voladoras o miodesopsias, como se dice técnicamente. Mis temores se hacían realidad: no había tratamiento y tenía que acostumbrarme a vivir con ello. Imposible.
Me es difícil describir aquellas siguientes semanas. Recuerdo muchísima angustia, tristeza, desesperación. Busqué en internet y encontré relatos de otras personas que habían padecido miodesopsias. Algunos lo sentían como yo, con gran ansiedad por encontrar una cura o remedio para no ver esas manchas todo el tiempo. A otros muchos que leía, sin embargo, les parecía curioso aquel fenómeno y no parecía que les estuvieran provocando ningún contratiempo en sus vidas. Hablé con amigos. Algunos de ellos no tenían ni idea de lo que les estaba hablando.
Me miraban con cara de asombro de que yo, quien siempre he estado tan tranquila y segura de mí misma, estuviera de repente tan angustiada por algo que parecía poca cosa. Había otros que, al igual que mi padre, me decían “¡Ah, sí!”, “¡Yo también las tengo!”, para seguidamente reírse de la insignificancia del asunto y finalizar el tema con un: “Tranquila, te acostumbrarás y las dejarás de ver”.
Pero no, lo cierto es que no me acostumbré. El tema de las miodesopsias se apoderó de mi mente. Las rodillas ya no me dolían, pero eso curiosamente ya no me importaba. Me forcé nuevamente a concentrarme en el estudio, a tolerar la lectura mientras tenía esas manchas móviles encima de las letras, moviéndose y captando mi atención constantemente. Lo recuerdo como una tortura. Una tortura incomprendida además por las personas de mi entorno.
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Marisol. Abogacía.